La sociedad es urbana, el campo ya no cuenta. No cuenta ni en poder político, ni en imaginario colectivo, ni en prioridades sociales. Los agricultores son ya una inmensa minoría de nuestra población y continúan retrocediendo en número y renta. Salvo en algunas zonas muy determinadas resultan invisibles para el urbanita triunfante. El campo se abandona, las ciudades grandes crecen, en demérito de ciudades pequeñas y pueblos. El interior de España se despuebla, los campos se abandonan, el monte avanza. En 1986 la población dedicada a la agricultura suponía un 15,4% de la Población Activa. Hoy en día, ese porcentaje se ha reducido hasta el 4,5% y se estima que en 2030 aún baje más hasta estabilizarse en un 3%. Es normal que así sea, ha ocurrido en todos los países desarrollados. Pero una cosa es que la población agrícola cada vez sea menor y otra muy distinta que nos olvidemos de la agricultura y de los profesionales que la hacen posible, porque de ellos vivimos todos.
El español medio es un urbanita que no conoce la agricultura ni sus necesidades ni exigencias. El urbanita cree que el campo es ese lugar idílico en el que pasar el fin de semana, ese paisaje que advierte desde el coche o por el que transita en hermosas rutas de senderismo. A los agricultores los llama campesinos y los toma como una rareza etnográfica, como un elemento folklórico de una España que se fue. Fauna típica como atrezzo de pueblos ancestrales.
El urbanita, sensibilizado de manera creciente por el medio ambiente, considera que los silos de cereales o las almazaras en las que se muelen las aceitunas, por decir dos instalaciones agrícolas muy usuales, contaminan un paisaje que querrían límpido y hermoso. Los urbanitas aman los paisajes vírgenes y se muestran sensibles contra la huella de la actividad agraria con sus roturaciones, sus abonos, sus fitosanitarios, su maquinaria y su agroindustria.
Hace años que el agricultor perdió el discurso público y la batalla de la comunicación. Y por dos motivos fundamentales, relacionados de alguna manera entre sí. El primero, por la aparente abundancia de alimentos a nuestra disposición. Se suman las generaciones en los países desarrollados que no han conocido carencia alimenticia alguna. Siempre han dispuesto de todo tipo de alimentos, en cualquier época del año, en buenas condiciones sanitarias y a un precio razonable, además. El coste de la alimentación ha ido bajando en la cesta de la compra, mientras subían con fuerza otros epígrafes, como vivienda o educación
El evidente éxito de la técnica e industria agrícola, paradójicamente, la ha devaluado. El urbanita, ante tanta abundancia de comida buena, bonita y barata, hace décadas que dejó de preocuparse por ella. Piensa que la comida siempre aparecerá en una estantería del supermercado como por ensalmo, sin valorar el enorme esfuerzo realizado por los agricultores, industriales, profesionales y distribuidores para que continúe produciéndose el milagro cotidiano de la multiplicación de los panes y de los peces. El urbanita, por tanto, no valora al sector, en cuanto vive en la abundancia alimenticia.
Pero, además y por si fuera poco, ha escuchado durante décadas el mismo discurso. Que en Europa se paga para que los agricultores dejen de producir, que los excedentes son un problema comunitario. La Política Agraria Comunitaria, la PAC, a pesar de haber perdido peso, continúa siendo la de mayor asignación presupuestaria. Y todo – escuchamos repetir – para financiar excedentes y para subvencionar tierras vacías de los agricultores. Y claro, este discurso devalúa aún más al agricultor ante el urbanita dominante, que cree que paga impuestos para que los agricultores vivan sin trabajar. Sin trabajar, sí, porque la prioridad es producir menos, no producir más.
Y así estamos. Nunca en la historia la agricultura tuvo menos peso económico, político, social y cultural que en la actualidad, lo que podría tomarse como un síntoma de desarrollo. Pero una cosa es que otros sectores tengan un protagonismo mayor – algo que es lógico y positivo – y otra bien distinta que eso signifique olvidarse y despreciar a los agricultores que, no lo olvidemos, son los que siguen alimentando a la sociedad. Todos los alimentos que consumimos proceden en última instancia de la actividad de agricultores, ganaderos y pescadores. A pesar de todas las nuevas tecnologías disponibles, ni un solo gramo de alimento posee otro origen. Sin agricultura, moriríamos de hambre. A la agricultura se le conoce como sector primario no porque sea la más elemental,
Pues bien, es posible que el ciclo de alimentos abundantes y baratos vaya tocando a su fin. Cada vez somos más y las tierras fértiles menos. Los nuevos usos, el consumo industrial y urbano, hacen, también, que el agua disponible para la agricultura disminuya en el mundo entero. Sequías y demás catástrofes naturales golpean con especial dureza a las plantaciones e infraestructuras agrarias. Las suicidas guerras comerciales con su secuela de aranceles y cortapisas aduaneras, dificultarán y encarecerán los alimentos que importamos o exportamos. Todos estos factores combinados harán que el coste de la alimentación suba. O que, en algún momento o circunstancia, escasee o falte incluso, que sería aún un problema mayor. La escasez de alimentos podría volver a producirse, a pesar de su connotación bíblica. Un imposible que podría tomar cuerpo de nuevo.
Según las estimaciones de la ONU, en 2050 habitarán el planeta 9.700 millones de habitantes. Para poder abastecer su demanda la producción agrícola tendrá que incrementarse al menos un 50%, según la estimación de la FAO. Y ese esfuerzo productivo tendrá que consumarse sin aumentar la superficie agraria – que podría incluso disminuir – y sin consumir más agua, que podría restringirse. ¿Se puede conseguir el milagro? Sí, pero con un gran esfuerzo de todos los agentes implicados, agricultores, administraciones, investigadores y profesionales especializados.
Los Ingenieros Agrónomos son los profesionales que aplican las técnicas y procedimientos de la ingeniería para mejorar la agricultura, la agroindustria y el mundo rural, en general. Y para reivindicar su papel en la sociedad y para visibilizarse acaban de celebrar en Córdoba su IV Congreso Nacional, bajo el oportuno lema “Retos tecnológicos, innovación y apuestas de futuro en Ingeniería Agroalimentaria y Medio Rural”. El campo quiere agua, pero, también, quiere internet y los ingenieros agrónomos están adaptando todos los procesos agrarios a las posibilidades que brinda la revolución digital.
Clausuró el congreso – por cierto, muy bien – el ministro de Agricultura, Luis Planas, que hizo una breve historia de los anteriores congresos celebrados. El cuerpo de Ingenieros Agrónomos fue creado en 1855, reinando Isabel II. A pesar de su larga vida tan sólo han celebrado cuatro congresos nacionales. El primero, en 1950, cuando España comenzaba a salir de la autarquía y de la racionalización de alimentos. El congreso determinó la línea productivista que acabaría con el hambre secular.
Manuel Pimentel
Ingeniero Agrónomo
Ex-ministro de Trabajo y Asuntos Sociales.